viernes, 18 de julio de 2008

GABO LAVERN Y SUS CUENTOS DE HORROR (parte 1 de un set de 5)


La Casa


"Hace demasiado frío... siento que mis manos se congelan"; murmuró temblorosa. A lo lejos se escuchaba el eco infernal de los tic tac y el tic tic... un, dos, tres sin cesar. Llevaban horas sentados junto a la ventana sin haber dicho una palabra.

"¿Y si prendo un cerillo?", preguntó.

"¿Y si se quema la casa?", le contestó Gabo.


El olor a gasolina bajaba por las escaleras y como en la época en que la abuela preparaba pancakes para el desayuno; se esparcía por todas las habitaciones. Era un olor desconocido hasta entonces para los niños que en realidad poco sabían de la vida. Habían llegado adónde la vieja un día después de nacidos y desde entonces no salieron jamás de su recamara. La anciana era atenta la mayoría de las veces; les llevaba el desayuno a la cama, leía cuentos por las mañanas y arropaba sus cuerpos durante el invierno y lo único que les pedía a cambio era  enrollar cuidadosamente el papel que formaba los palitos de un montón de cerillos que tenía regados por toda la casa. Lo hacían por las noches y dormían el día entero. La viejecita decía: "un día, cuando hayan crecido y estén por terminar de enrollarlos todos; los dejaré ir... no será dentro de mucho; son apenas unos setenta y dos mil y para que no se aburran se los iré dando de veinte en veinte..." Lo repetía todas las noches antes de entregarles el trabajo, sonreía un poco, echaba llave al cuarto y se iba al pasillo a escuchar boleros hasta que amanecía.


Gabo era cuarenta y siete segundos más viejo que Andrea y nacidos bajo una luna de julio la noche que más llovió sobre el valle en muchos años, debían sus nombres al disco de boleros que tocaba la anciana la madrugada en que fueron dejados frente a la puerta de la casa. Un acetato de André Gaba; una cantante de los tiempos del régimen militar que desapareció terminada la guerra y cuyas canciones eran la banda sonora de la vida de la vieja señora.


Ambos niños tenían lo suyo y la abuela había sido cuidadosa en dar a cada uno una instrucción adecuada -decía ella. La niña, que tenía el rizo rojo abundante y los ojos del color del campo, memorizó todos y cada uno de los países en un antiguo mapa que la mujer había colgado en la puerta del cuarto. Sabía sus capitales y ríos principales, los límites de sus fronteras, el alcance de sus montañas y la densidad de población que hasta la fecha de elaboración del plano tenían dichas tierras. Su cabeza estaba llena de letras que formaban palabras; ¡era lista la condenada! El vejestorio desde luego, la había enseñado a leer y fue por instrucción de ella que Andrea sabía un poco más del mundo que Gabo. Él por su parte, fue adiestrado para medir y calcular distancias con el perfil de sus dedos; podía definir en centímetros o en pulgadas exactas cualquier objeto que se le pusiera enfrente con simplemente contemplarlo unos instantes. Proyectaba planos y dibujaba en su cabeza artefactos y edificaciones inimaginables e inservibles pero que tenían formas chistosas y cuyos fondos eran aún más complejos que la composición de su trazos. Amaba el color y parecía estimularlo en niveles infames. Era una cosa inexplicable lo que el chamaco llevaba en su cabeza pero la abuela siempre pensó que era una estupidez y que de poco serviría a alguien tener tales habilidades. Su cabello era escaso pero de un brillo envidiable, los ojos los traía pintados como dos grandes océanos y su piel era tan blanca que a menudo lo confundían con el tapiz del cuarto cada que había que darle un baño.


Así pues, los primeros años transcurrieron tranquilos. Lejos estaban de imaginar lo que pasaría la noche en que la anciana salió por primera vez de la casa luego de diez años de trabajo al cuidado de los hermanos.


"¿Recuerdas bien las instrucciones?", preguntó Andrea en voz baja.


"Sí, ...subir las escaleras hasta el desván y entrar en él sin frotar demasiado el piso. Buscar el reloj que marca las siete y tres... son setenta nueve los que hay pero dos no caminan aunque las manecillas se mueven, diez marcan la misma hora pero de los dos que no avanzan uno comenzará a correr en el momento en que se abra, ese contiene la llave pero el otro tiene una vela dentro; la cual espera ser derribada. El piso está cubierto de fósforos."


"Tengo miedo," replicó la niña con dos lagrimas en el ojo derecho.


Para esa hora, la viejecita había atravesado el valle y se encontraba cerca de los límites con las montañas. Creía que una vez cruzada la línea, no habría vuelta atrás y que el tiempo inevitablemente borraría sus recuerdos y podría empezar de nuevo. Tenía tanta vida por delante que se le llenaban los ojos de lagrimas nomás de imaginar las cantinas y hoteles que iba a pisar.


Tras unos minutos de meditación, Andrea se puso de pie y tomando a su hermano de la mano comenzaron a caminar despacio y con cuidado pegados como moscas a las paredes del corredor. Quedaba atrás la ventana por la que entraban los primeros rayos de sol. Al final del túnel se hallaba la escalera. Los cerillos que durante años enrollaron estaban dispersos por todos los suelos y las recamaras que abrían sus puertas de par en par remojadas en combustible. A medida que avanzaban, el tic tac de los relojes se hacía más fuerte y el tic tic un, dos, tres de las gotas de gasolina en el techo un tanto más desesperantes.


Un día antes, la viejita había sido muy especifica a la hora de llevar la cena a la recamara. En esta ocasión en lugar de repetir su recurrente discurso dijo a los hermanos muy conmovedora: "sepan que los he querido mucho todos estos años pero que es hora de que descubran por ustedes mismos lo que eso significa". Les dio un beso en la frente a cada uno y entregó los últimos cerillos sin terminar. En la mañana cuando los niños se disponían a dormir, los llevó al pasillo y recostó junto a la ventana, una vez leído el cuento y con los ojos cerrados. Aurora, que era como la anciana se llamaba; comenzó a sacar los muebles de la casa. No fue una gran faena, la verdad eran puros cuchitriles: sillas aquí y allá, ropa vieja, montones de zapatos, tenedores, montañas de libros y una que otra rata recién muerta o ya en los huesos. La señora tuvo cuidado de no hacer ruido pues quería que los niños descansaran bien. Andaba por las recamaras casi de puntitas preparándolo todo.


Cuando los niños despertaron, la noche había caído y la vieja, vestida como para un día de campo aguardaba junto a la puerta principal de la casa. Al ver que Gabo y Andrea despertaban  alzó su bolso, abrió la puerta y sólo regresó a ver para decirles las instrucciones. Sonrió y abandonó el terreno. Se cagaba de risa mientras caminaba por encima de las plantas que adornaban la entrada y se desvanecían sus carcajadas a través de los plantíos de plátano por los que se abría paso. Los pequeños se regresaron a ver y en la mano de Andrea había un papelito que leía: "es la única llave, ojalá haya tiempo suficiente".


La puerta se abría sólo el tiempo necesario para que una persona pudiera salir y una vez introducida la llave se quedaba dentro unos diez segundos antes de volver a girar para poder abrir; era un mecanismo necio pero eficiente en los tiempos de guerra. Aurora la había adquirido poco después de que sus nietos llegaran, pensó que quizá un día le sería útil tal desperdicio de tiempo así que la instaló como único medio de contacto entre el exterior y la casa. Los niños conocían la historia porque era uno de los tantos artefactos de los que la anciana se enorgullecía enormemente y una vez que empezaba hablar de ello no había quien la parara. Tenía un cuchillo gigante sin filo pero que le servía como manita de rascar, cuatrocientos vasos sin fondo que utilizaba para espiar por la ventana a manera de telescopios, televisores de varios tamaños que sólo sintonizaban estaciones de radio distantes en lenguas completamente desconocidas, espejos que no reflejaban nada sino que más bien iluminaban las habitaciones como celdas solares, un perro con orejas de mono y ojos de rana y un montón de porquerías. "Eran tesoros", decía Aurora en sus delirios.


El tiempo avanzaba y luego de recorrer el pasillo y subir las escaleras, los niños se vieron frente a los cientos de relojes de la abuela. No fue difícil encontrar los que los sacarían de ahí; estaban todos agrupados como en un panteón y marcando la misma hora. Andrea decidió probar suerte con el primero; se moría de miedo pero lo abrió y no halló nada... "Ahora lo intentaré yo," dijo Gabo y se aproximó a uno más que estaba forrado de papel dorado; otra vez nada sucedió. El siguiente era el más grande, tenía los números de colores y las manecillas brillantes. ¿Estaría ahí la llave? Se preguntó la chamaca


Andrea abrió el reloj e hizo no ver nada exclamando; "¡aquí tampoco está!", sin embargo ya la tenía entre sus dedos. Gabo se percató del engaño pero prosiguió con otro reloj, éste era el más pequeño, tuvo que agacharse un poco para verlo de cerca. Mientras tanto la malvada hermana puso la llave en un morralito que llevaba amarrado a la falda. El niño estiró la mano y antes de abrir la puertita del diminuto tic tac sintió el calor... ¡Era la vela! De inmediato pensó y se incorporó diciendo: "agáchate tú, tus manos son más pequeñas y mis dedos demasiado torpes."


La niña aunque sospechosa del cambio repentino supuso que había lógica en las palabras de su hermano. Notó además que el reloj que seguía desprendía un olor a madera quemada. Era confuso el desfile de artimañas que cruzaban por su cabeza en ese momento pero teniendo ella la llave en su poder vio su oportunidad de huir sola luego de abrir el diminuto reloj que más bien parecía de juguete. Fueron segundos en que las mentes de ambos niños viajaron a toda velocidad.


Se inclinó Andrea y en un mismo jalón abrió el relojito, Gabo tomó el morral, cayó la vela, Gabo corrió, el piso se encendió, Andrea gritó, Gabo corrió, se encendió el desván, ella se quemó, corrió el pasillo en llamas, Gabo metió la llave, el pasillo estalló, se abrió la puerta, Andrea cayó y comenzó a dar vueltas, Gabo salió, la casa prendió, ella gritaba, Gabo entre la yerba saltando y la casa se quemó. Se veía hermosa en llamas. Haciéndose una con el sol de la mañana que se asomaba entre los cerros.


Gabo sentado contemplaba el paisaje. Su mente calculaba en dedos la distancia que había entre la montaña más alta y la llama más grande que salía de la casa. Imaginaba cuánto tiempo le tomaría llegar a esa cima y si para cuando estuviera ahí aún podría ver la casita en su hoguera. Miraba los sembradíos y calculaba y calculaba. Andrea seguía gritando pero él se preguntaba: "¿en qué dirección habré de caminar? Se quedó ahí pensando hasta que la casa se volvió un montón de escombros y su hermana dejó de chillar. Entonces se puso de pie y a unos metros encontró una canasta llena de pancakes con una nota adherida que decía: "ya sabía yo que eras más listo que ella, quizá un día descubras porque hicimos esto... come... te falta mucho por recorrer antes de llegar." Gabo imaginó un camino entre el plantío de plátanos y comenzó a caminar...

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