martes, 22 de julio de 2008

GABO LAVERN Y SUS CUENTOS DE HORROR (parte 3 de un set de 5)

El Destino de Julieto 


Doce lunas llenas pasaron antes de que Gabo volviera a tener noticias de Julieto y las travesías mágicas que vivió después de la huida desesperada que los había separado, pues los murciélagos que cargaban al niño por los aires aquella noche en que se quemó Oberón; le habían jugado una broma pesada y abandonado en un risco lejano del cual tuvo que descender con cautela y apoyado por una escalera gigantesca hecha de ramas secas y un montón de piedritas que le tomó meses recolectar ayudándose únicamente por un millar de hormigas negras que vivían bajo la piedra que tuvo por cama todo ese tiempo.


Julieto a diferencia, no la había pasado mal pues tras correr y después caminar por días y noches enteras y de que se le acabará el río en que los amigos habrían de encontrarse, llegó a un bellísimo cañón habitado por perros nada más. Los había de todos colores, razas, sexos y tamaños -aunque predominaban los de características miniatura. Era un lugar con el que cualquier canino hubiera podido soñar; con montones de baños al aire libre y cuevas oscuras en exceso para abrigarse del frío o simplemente disfrutar de un momento a solas. La comida, que se podría suponer sería un problema era el recurso más abundante del que gozaban, había árboles de todas las frutas del bosque y del campo y de la selva... todas conviviendo en un mismo clima, albergando deliciosos roedores, pequeños reptiles e insectos de una variedad harta. Cuando el perro vio ante su ojos de rana el maravilloso mundo que se abría ante él quedó atrás el recuerdo de las desventuras con la abuela malvada y su único lazo con lo que alguna vez conoció era la canasta de pancakes duros que celosamente su amigo humano le había encargado.


Fue sólo cuestión de minutos para que una vez entrado en el cañón, Julieto consiguiera un lugar para echarse y descansar. Dicen algunos que durmió cuarenta días antes de poder levantarse y echar raíces. Estaba exhausto pero luego de su hibernación, lo primero que hizo fue sembrar el campo y se juntó con trece cachorras de diferentes razas teniendo de una sola vez, setenta y tres hijos, a los cuales no hubo tiempo de nombrar. Al primero que salió le puso Jarro, a la que por poco muere al nacer la nombró Jarra y a un despistado más que llegó sin avisar, Jarrón. Los otros setenta hermanos se llamaron Julietos: Julieto I, Julieto II, Julieto XXI y así consecutivamente hasta el último, al cual ingeniosamente llamó Julieto El Último. Parecía tan absurdo pero en realidad era complejísimo. Las perritas esposas tenían nombres simpáticos también y ese siempre fue otro dilema pero eso no es importante sino lo que vino después.


Una mañana, un niño de ojos como el cielo descendió en el cañón desde la montaña más alta montado en una escalera improvisada. La sorpresa de la comarca canina fue inmensa al verle y hubo hasta un perro que otro que del miedo se orinó. Cuando el niño puso el primer pie sobre la tierra los sabuesos más bravos ya estaban dispuestos a atacar pero entonces se le ocurrió preguntar: "¿alguno de ustedes ha visto a mi amigo Julieto? ...es un perro chistoso con orejas de chango..." y soltó una sonrisota adorable que encantó a todos. Y no eran precisamente las chapitas rosadas de los cachetes blancos de Gabo las que lo habían salvado de ser devorado sino ese don envidiable de poder comunicarse con los animales. Era algo que nunca habían visto los perros o que no sé habían dado el tiempo de averiguar antes y que los tenía hipnotizados.


"Gabo, ¿acariciarías mi lomo?" dijo un cachorro.


"Señor Gabo, ¿puedo lamer sus manos?" insistía otro ya más viejo.


"Gabo, ¿eres un perro también o por qué puedes hablar con nosotros?" cuestionó una perrita de color morado que se había acomodado en su regazo.


Fue tal la algarabía por el chamaco que el día entero pasó conversando. Después de todo, las hormigas con las que había convivido por un año no eran las mejores conversadoras. Ellas puro trabajo, puro trabajo puro. A la mañana siguiente, cuando finalmente tuvo a su viejo camarada Julieto frente a sus ojos, estaba muerto de cansancio así que se acurrucó en la panza del semental y se quedó dormido una semana. ¡Se había vuelto tan perezoso desde que conoció a las hormigas que cuando dormía no había poder humano que lo despertara!


A unos días de ahí, en medio de un calor del demonio y seguida por una manada de gatos salvajes fue como reapareció Aurora; jalaba ella misma el carruaje en que llevaba sus preciados vinos y los gatos que una vez la habían salvado de la hoguera ahora la perseguían por el valle como guiados por el diablo. Resultó que en aquel tiempo cuando lo del incendio en Oberón, la abuela se sumergió en un bosque enorme donde vagó junto con los felinos por semanas que se convirtieron en meses hasta que un buen día encontró una comunidad habitada sólo por gatos donde al fin pudieron descansar. Lo malo fue que la abuela estaba tan hambrienta tras de semanas de ayuno que se comió a uno que otro gatito de los que vagaban por ahí y esto desde luego enfureció al pueblo sin contar que sus gatos lacayos habían relatado el suplicio por el cual los había hecho pasar tirando del carruaje sin dejarlos descansar.


Total que los gatos que no eran nada tontos atendieron a la vieja con una amabilidad grandiosa y esa misma noche mientras ella dormía entró en su dormitorio un comando de felinos dirigido por un tal Leopoldo Malacara quien ordenó atar a la anciana y llevarla en su carruaje junto con los vinos, prenderle fuego y una vez encendida arrojarla por algún acantilado. !Eran malos esos gatos! 


Todo se hizo acorde al plan. Mientras Aurora dormía le dejaron caer una piedra sobre la cabeza y una vez inconsciente la amagaron y subieron al carruaje; iba acompañada al menos de unas cuarenta crías de gato que tuvieron la tarea de arañarla todo el trayecto pero Aurora era tan vieja y su piel tan arrugada que parecía plástico y las garras de los gatitos sólo le provocaban cosquillas así que en lugar de seguirla haciendo reir se pusieron a morderla pero tenía tan mal sabor que varios animalitos se intoxicaron en el momento. Hubo entonces que ser más drásticos y decidieron ponerla a jalar el carruaje. La amarraron un poco de todos lados, le pusieron un collar y entonces los gatos tiraron de ella mientras Leopoldo Malacara la azotaba sobre sus hombros. 


Algunas aves que pasaron volando y presenciaron el viaje, encontraron la imagen perversa e inhumana pero sólo le estaban dando el mismo trato que ella les había regalado antes, por lo que dicho y hecho ya estaban a manos. Así pues, el castigo se prolongó el mismo número de semanas y luego meses, que le había tomado a la vieja llegar a la comarca de los gatos y cuando al final salieron del bosque se encontraron cerca del cañón donde Julieto ahora tenía una vida nueva y Gabo dormía la siesta ese día. Lastima que los gatos tuvieron un momento de debilidad y dejaron descansar a la abuela, la cual no dudó un segundo y hábil logró desatar sus garras y patas de los lazos ya gastados con que la sujetaban. Mientras la manada de gatos gozaban de un baño, Aurora tomó las riendas del carruaje otra vez -porque no podía dejar su vino- y comenzó a correr. Los gatos enfurecidos fueron detrás ella pero el cañón ya estaba demasiado cerca y de pronto el piso se les acabó.


Abajo, Gabo tenía un ratito de haberse despertado y andaba recolectando fresas para Julieto que seguía dormido quizá por el cansancio de haber tenido al niño recostado en la barriga una semana entera. Fue por eso que nadie advirtió a tiempo lo que pasaría, sino que unicamente se escuchó el golpe y entonces ya era demasiado tarde. La maldita abuela junto con su carruaje habían caído sobre el perro de los setenta y tres hijos matándolo casi instantáneamente y a su alrededor todos los gatos esparcidos como mermelada formando un círculo de viseras y pelos necios. Cuando el niño volvió, la vieja había huido, por lo que nunca supo exactamente que pasó e incluso llegó a pensar que todo era su culpa. Había pasado tanto tiempo recostado sobre el estomago de su amigo que quizá este se detuvo y una vez dejando de funcionar Julieto no pudo digerir más y tarde que temprano se ahogó con algo que comió; esa era una de las hipótesis de Gabo que envuelto en llanto contemplaba al perro más raro que alguien antes hubiera dibujado. Se sintió tan culpable que tuvo que hacer algo para reparar el daño.


Jarrilandia fue el nombre con el que Gabo bautizó a la ciudad de los perros. Su talento imaginativo y de proyección de las formas y el color le sirvieron entonces para diseñar algo así como una feria para que los hijos de Julieto y todos los caninos del cañón pudieran vivir felices y de este modo reparar lo que pensaba había fracturado. Dibujó y pintó toboganes a lo largo y ancho de las dos montañas que conformaban el plano, acondicionó los arboles para que estos siempre dieran sombra y sirvieran también como trampolines para ir de un lado a otro. Puso escaleras, trazó puentes, esparció arena y acondicionó playas de lodo, había sube y bajas, una montaña rusa, elevadores y edificios forrados de peluche para pasar las noches bien abrigados.


Era una cosa hermosa y difícil de describir lo que el chamaco hizo con el hogar de los perros pero su cabeza loca lo había previsto todo y aún no estaba satisfecho. La última tarea del niño fue diseñar tenis para todos. Sí, pensó que diseñar zapatos tenis sería de gran utilidad ya que de ese modo no sólo andarían más cómodos los cachorros en su nueva casa sino que de igual modo se evitarían fracturas, pisotones y peripecias de ese tipo que entre caninos son tan comunes. Después los tenis tuvieron tanta popularidad entre los animales de la región que Gabo se quedó un año completo en el bosque calzando a todo animal que se lo pedía. Sintió pues que el destino de Julieto había sido convertirlo en un gran diseñador de la vida pues a partir de ese momento sus ojos no volvieron a funcionar del mismo modo. Iba entre los árboles, arroyos y montañas corrigiendo o reconstruyendo todo aquello que creía inconcluso o que necesitaba arreglo. Su vida entonces comenzó a llenarse de colores y a formarse como un cuento donde los dibujos y sonidos provocaban emociones con la magia de sus ilustraciones. 

lunes, 21 de julio de 2008

GABO LAVERN Y SUS CUENTOS DE HORROR (parte 2 de un set de 5)

Aurora


"La Ilustrada" era el nombre de la nueva taberna del pueblo, tenía la fachada pintada de amarillo y a su entrada colgaba un letrero que decía: "cruzada ésta puerta, lo que hubo atrás no existe ya...". Era una mansión espléndida, cubiertas sus paredes con los discos de cuatro mil pueblos en ochocientas lenguas diferentes. Tenía diversos niveles que se conectaban por medio de escaleras y túneles maravillosamente decorados con carteles de los más grandes y espectaculares cabarets del mundo. Las meseras bailaban por todo el lugar en vestidos de la época de la Ilustración Francesa y no había un solo lugar donde no cupiera la fiesta. Cincuenta y dos violinistas dispersos entre los dormitorios y Aurora postrada con su cuerpo de vaca sobre un piano enorme que estaba en el centro del salón principal de la casona. Una copa de vino en la mano y el cigarro en la otra. Pasaba las noches completas interpretando versiones sin guitarra de sus amados boleros de André Gaba, a quien por una casualidad siniestra tenía amarrada a una de las tuberías del sótano de "la jaula"; como le apodaban al antro las mujeres de Oberón.


La vida antes de la Señorita Aurora -como se hizo llamar a su llegada, fue tranquila y de nulos acontecimientos. Oberón era la última región de la tierra de los sauces llorones y se caracterizó siempre por ser el mayor productor de uva que cualquiera conociera. Una cualidad que la anciana supo aprovechar al idear la elaboración de los vinos que harían de su sueño de instalar su propia taberna una realidad y que años más tarde serían los mismos que la arrastrarían a su desgracia a causa de un descuido estúpido.


Un día, no muy lejos de donde estaba la casa amarilla caminaba un niño precioso de pies descalzos que llevaba meses deambulando entre los sembradíos del valle y alimentándose únicamente de frutas e insectos; consigo traía una canasta de pancakes duros y el firme propósito de devolverlos a su abuela maldita quien lo había abandonado junto con su hermanita en medio de la nada el día de sus cumpleaños número diez. Gabo era su nombre y durante el tiempo que duró su viaje por los cerros que formaban el valle del ósculo no había tenido contacto con ningún otro ser humano por lo que por mera necesidad y muy a su favor había desarrollado la habilidad de comunicarse con los animales. Precisamente de ese modo era que estaba por terminar su vagar sin sentido, pues gracias a la buena orientación de un perico verde bien parecido de plumas alborotadas; había encontrado el camino de llegada a Oberón, donde esperaba encontrar a Aurora.


Los meses que pasó a solas platicando con las criaturas del campo, le habían servido también para entender muchas cosas sobre la vida. Un pájaro le dijo una vez: "no podemos olvidar lo que somos o lo que fuimos en un día" y Gabo pensó entonces que su destino lo llevaría a la abuela y que tarde o temprano recuperaría el tiempo que ésta le había robado. Otra ave le explicó: "si un día sientes que pierdes color, no temas demasiado... que el color de mis plumas ha cambiado a través de lo años, se ha vuelto más intenso y se ha aclarado de vez en cuando pero nunca ha muerto, así tú... el tiempo te pintará pero serás tú quien decida que color llevarás en tu piel el resto de tus días.." y el niño dedujo que la vida en algún momento le pediría tiempo para él. "Todo es cuestión de tiempo" agregó un búho y la cabeza del chamaco se hizo una ruleta de preguntas que no pudo contestarse en ese momento pero que lo llevarían muy lejos años más tarde.  


Así pues, ahora el destino le cruzaba a la vieja en su camino sin rumbo y el camino se hizo estrecho pero al fin llegó y lo primero que vio al entrar por la calle principal del pueblo fue "La Ilustrada"; dibujada magnifica y con una calma sólo equivalente a la del bosque por las noches, que era precisamente el momento del día cuando el lugar explotaba en algarabía y un devenir de excesos. Gabo no hizo mucho caso y siguió caminando por las calles empedradas que lo llevaron hasta la plaza principal donde encontró un ratón rosado con sombrero y saco con el que se quedó platicando las horas.


Mientras tanto, en la casa de las noches de bolero, la viejecita contemplaba tranquila el rostro horrorizado de André Gaba, que atada a un tubo oxidado se retorcía desde hacía dos días; momento en que la Señorita Aurora la había pillado en el patio trasero de la propiedad robando uno de sus más preciados camisones. "¡Ahorita me las vas a pagar!", le gritó sorprendiéndola por la espalda con un golpe en la cabeza que la dejo inconsciente facilitando la arrastrara hasta el rincón donde ésta mañana meditaban su destino. Desde luego, la vieja no tenía idea de quien era la ladrona. "¿Qué voy a hacer contigo, querida mía?", le dijo a la cantante sosteniéndola del cuello. En ese instante sonó el timbre de la casa, así que tuvo la Señorita Aurora que aventar su presa a un viejo armario para subir y atender la visita inesperada. Se trataba nada más ni menos que de Julieto, el perro maravilloso con orejas de mono y los ojos de rana que había abandonado a su suerte el día que emprendió su viaje hacia su nueva vida en Oberón.


"¡Julieto!," exclamó la mujer y como un balde de agua helada le cayó sobre la cabeza el recuerdo de sus nietos prestados y la mala broma que les había jugado. "¿Y si están vivos?" -se preguntó. "¡Maldita sea! Debí matarlos yo misma con estas manos", dijo para sí misma, dándose la vuelta y azotando la puerta en la cara del perro; quien guiado por el olor de las empanadas de uva que vendían en la plazuela del pueblo llegó hasta el punto dónde Gabo se hallaba luego de permanecer unos minutos frente a La Ilustrada esperando a que la abuela regresara y lo invitara a pasar.


Para la hora en que estos extraños sucesos ocurrieron, el niño forastero ya había orquestado un plan siniestro para dar una lección a la abuela y así vengar la muerte de su hermana Andrea. Condeso, el ratoncillo con el que llevaba medía día platicando y quien trabajó en algún tiempo en "la jaula" como cocinero de Aurora; había contado a Gabo las aventuras y desventuras de la vieja desde su llegada a Oberón. Le habló del vino, las noches de bolero y la increíble historia que había relatado a los habitantes de la aldea. "Decía venir de la gran ciudad y huir de sus nietos desalmados que al verla envejecer habían decido deshacerse de ella una noche de julio en la que gracias al favor de Dios y la ayuda de un perro de extrañas características había podido escapar", esas fueron las palabras exactas del ratón que lejos de conmover al niño provocaron en su interior una rabia desquiciada. Julieto llegó a tiempo para escuchar el final del relato y luego de devorar de un bocado al roedor contó a Gabo como había logrado escapar de aquel infierno en la casa con olor a pancakes por las mañanas. Al parecer había otra puerta de salida, una que conocía perfectamente Andrea pero algo salió mal y Julieto había corrido con suerte pero esa era otra historia.


Una vez despierta la noche y con la afluencia de pecadores a la capacidad máxima de La Ilustrada. El espectáculo comenzó. Salió al escenario una Señorita Aurora un tanto más estilizada y con el rostro cubierto con un antifaz de piedras verdes y lentejuelas moradas a cantar el primer bolero de la noche:


"...las noches, transcurren blancas

 el viento, las torna frías...

 y tú... tú no sabes querer;

 como yo me enamoré...

 de un pobre vagabundo

 ayer, cuando yo te conocí..."


Como nunca antes, la voz de la abuela encendía las entrañas podridas de la centena de hombres que presenciaban el acto. Su canto divino parecía ser el de otra mujer y La Ilustrada tenía el fervor de las noches de Paris con las que Aurora había fantaseado toda su vida. Al exterior de la mansión, un ejercito de murciélagos enfilados sobre las ventanas y techos del inmueble, recibían las instrucciones de un Gabo guerrero rodeado de centenares de botellas de vino que Julieto previamente se había encargado de vaciar por todo la casa y su terreno anexo. Unos metros abajo y galopando a toda velocidad, un carruaje repleto de cajas con el fruto fermentado de las uvas del pueblo se alejaba por una vereda tirado por veintiún gatos de diferentes tamaños. Los jalaba un bulto envuelto en terciopelo negro guiándolos hacia la parte más oscura del bosque. Era un timbre postal la imagen bizarra que se desvanecía a medida que se alejaba de Oberón entre aullidos de lobo y el silbar de los murciélagos. 


Llegada la media noche y con el número de Aurora en su clímax irrumpió en la taberna el ejercito comandado por Gabo arrasando con todo cuanto había a su paso: los cuadros preciosos traídos de países distantes, los muebles de maderas finas del trópico y el centenar de tapetes bordados a mano que un cliente oriental de la casa había obsequiado a la vieja por sus favores y complacencias. La muchedumbre desesperada corría en todas direcciones buscando salida pero eran inútiles los esfuerzos, afuera yacía Julieto con una caja de fósforos entre sus patitas contemplando el muro de llamas que circundaba el infiernito ése. Adentro, por fin tuvo el niño a su abuela adoptiva cara a cara a quién dijo: "que razón tenías abuelita; una vez cruzada ésta puerta, lo que hubo atrás no existe ya y aquí entre tus discos, amigos y vicios te vas a quedar..." y estrellado una botella de vino sobre la ancina ordenó a uno de sus soldados prenderle fuego. Cual fue su sorpresa que al tocar el suelo noqueada y caer de su cara la mascara de lentejuelas vio a una mujer que no era su abuela sino André Gaba. La casa comenzaba a desbaratarse y no hubo de otra que salir en el momento. Una veintena de murcielagos tomó al niño de sus ropitas y lo sacarón por la ventana del piso más alto del edificio.


"No era ella, no estaba aquí, algo está pasando", gritó Gabo en el aire a su amigo de cuatro patas. "Siguenos por el río, tenemos que salir de aquí", agregó y acto seguido el pueblo entero comenzó a incendiarse. La viejecita, que era una cínica había regado alcohol por todas las calles a su salida en aquel carruaje. Bien dicen que más sabe el diablo por viejo que por diablo y la maldita vieja era muy astuta y muy vieja. Los gritos de los niños, mujeres y hombres viajaban en el aire y Oberón completo parecía una sinfonía de lamentos y suplicas entre las llamas. Julieto corría con la canasta de pancakes por el borde del río como sí una manada de lobos hambrientos lo persiguiera. Fue horrible, por poco se le arranca el alma al pobre pero la traía bien sujeta a su peludo pecho. Gabo por otro lado, volaba a toda velocidad llevado por los murciélagos; sentía que una parte dentro de él se quemaba junto con el pueblo, era su corazón. Esta vez las cosas habían ido demasiado lejos. Imaginaba a la abuela en algún sitio del mundo riendo a carcajadas... otra vez.

viernes, 18 de julio de 2008

GABO LAVERN Y SUS CUENTOS DE HORROR (parte 1 de un set de 5)


La Casa


"Hace demasiado frío... siento que mis manos se congelan"; murmuró temblorosa. A lo lejos se escuchaba el eco infernal de los tic tac y el tic tic... un, dos, tres sin cesar. Llevaban horas sentados junto a la ventana sin haber dicho una palabra.

"¿Y si prendo un cerillo?", preguntó.

"¿Y si se quema la casa?", le contestó Gabo.


El olor a gasolina bajaba por las escaleras y como en la época en que la abuela preparaba pancakes para el desayuno; se esparcía por todas las habitaciones. Era un olor desconocido hasta entonces para los niños que en realidad poco sabían de la vida. Habían llegado adónde la vieja un día después de nacidos y desde entonces no salieron jamás de su recamara. La anciana era atenta la mayoría de las veces; les llevaba el desayuno a la cama, leía cuentos por las mañanas y arropaba sus cuerpos durante el invierno y lo único que les pedía a cambio era  enrollar cuidadosamente el papel que formaba los palitos de un montón de cerillos que tenía regados por toda la casa. Lo hacían por las noches y dormían el día entero. La viejecita decía: "un día, cuando hayan crecido y estén por terminar de enrollarlos todos; los dejaré ir... no será dentro de mucho; son apenas unos setenta y dos mil y para que no se aburran se los iré dando de veinte en veinte..." Lo repetía todas las noches antes de entregarles el trabajo, sonreía un poco, echaba llave al cuarto y se iba al pasillo a escuchar boleros hasta que amanecía.


Gabo era cuarenta y siete segundos más viejo que Andrea y nacidos bajo una luna de julio la noche que más llovió sobre el valle en muchos años, debían sus nombres al disco de boleros que tocaba la anciana la madrugada en que fueron dejados frente a la puerta de la casa. Un acetato de André Gaba; una cantante de los tiempos del régimen militar que desapareció terminada la guerra y cuyas canciones eran la banda sonora de la vida de la vieja señora.


Ambos niños tenían lo suyo y la abuela había sido cuidadosa en dar a cada uno una instrucción adecuada -decía ella. La niña, que tenía el rizo rojo abundante y los ojos del color del campo, memorizó todos y cada uno de los países en un antiguo mapa que la mujer había colgado en la puerta del cuarto. Sabía sus capitales y ríos principales, los límites de sus fronteras, el alcance de sus montañas y la densidad de población que hasta la fecha de elaboración del plano tenían dichas tierras. Su cabeza estaba llena de letras que formaban palabras; ¡era lista la condenada! El vejestorio desde luego, la había enseñado a leer y fue por instrucción de ella que Andrea sabía un poco más del mundo que Gabo. Él por su parte, fue adiestrado para medir y calcular distancias con el perfil de sus dedos; podía definir en centímetros o en pulgadas exactas cualquier objeto que se le pusiera enfrente con simplemente contemplarlo unos instantes. Proyectaba planos y dibujaba en su cabeza artefactos y edificaciones inimaginables e inservibles pero que tenían formas chistosas y cuyos fondos eran aún más complejos que la composición de su trazos. Amaba el color y parecía estimularlo en niveles infames. Era una cosa inexplicable lo que el chamaco llevaba en su cabeza pero la abuela siempre pensó que era una estupidez y que de poco serviría a alguien tener tales habilidades. Su cabello era escaso pero de un brillo envidiable, los ojos los traía pintados como dos grandes océanos y su piel era tan blanca que a menudo lo confundían con el tapiz del cuarto cada que había que darle un baño.


Así pues, los primeros años transcurrieron tranquilos. Lejos estaban de imaginar lo que pasaría la noche en que la anciana salió por primera vez de la casa luego de diez años de trabajo al cuidado de los hermanos.


"¿Recuerdas bien las instrucciones?", preguntó Andrea en voz baja.


"Sí, ...subir las escaleras hasta el desván y entrar en él sin frotar demasiado el piso. Buscar el reloj que marca las siete y tres... son setenta nueve los que hay pero dos no caminan aunque las manecillas se mueven, diez marcan la misma hora pero de los dos que no avanzan uno comenzará a correr en el momento en que se abra, ese contiene la llave pero el otro tiene una vela dentro; la cual espera ser derribada. El piso está cubierto de fósforos."


"Tengo miedo," replicó la niña con dos lagrimas en el ojo derecho.


Para esa hora, la viejecita había atravesado el valle y se encontraba cerca de los límites con las montañas. Creía que una vez cruzada la línea, no habría vuelta atrás y que el tiempo inevitablemente borraría sus recuerdos y podría empezar de nuevo. Tenía tanta vida por delante que se le llenaban los ojos de lagrimas nomás de imaginar las cantinas y hoteles que iba a pisar.


Tras unos minutos de meditación, Andrea se puso de pie y tomando a su hermano de la mano comenzaron a caminar despacio y con cuidado pegados como moscas a las paredes del corredor. Quedaba atrás la ventana por la que entraban los primeros rayos de sol. Al final del túnel se hallaba la escalera. Los cerillos que durante años enrollaron estaban dispersos por todos los suelos y las recamaras que abrían sus puertas de par en par remojadas en combustible. A medida que avanzaban, el tic tac de los relojes se hacía más fuerte y el tic tic un, dos, tres de las gotas de gasolina en el techo un tanto más desesperantes.


Un día antes, la viejita había sido muy especifica a la hora de llevar la cena a la recamara. En esta ocasión en lugar de repetir su recurrente discurso dijo a los hermanos muy conmovedora: "sepan que los he querido mucho todos estos años pero que es hora de que descubran por ustedes mismos lo que eso significa". Les dio un beso en la frente a cada uno y entregó los últimos cerillos sin terminar. En la mañana cuando los niños se disponían a dormir, los llevó al pasillo y recostó junto a la ventana, una vez leído el cuento y con los ojos cerrados. Aurora, que era como la anciana se llamaba; comenzó a sacar los muebles de la casa. No fue una gran faena, la verdad eran puros cuchitriles: sillas aquí y allá, ropa vieja, montones de zapatos, tenedores, montañas de libros y una que otra rata recién muerta o ya en los huesos. La señora tuvo cuidado de no hacer ruido pues quería que los niños descansaran bien. Andaba por las recamaras casi de puntitas preparándolo todo.


Cuando los niños despertaron, la noche había caído y la vieja, vestida como para un día de campo aguardaba junto a la puerta principal de la casa. Al ver que Gabo y Andrea despertaban  alzó su bolso, abrió la puerta y sólo regresó a ver para decirles las instrucciones. Sonrió y abandonó el terreno. Se cagaba de risa mientras caminaba por encima de las plantas que adornaban la entrada y se desvanecían sus carcajadas a través de los plantíos de plátano por los que se abría paso. Los pequeños se regresaron a ver y en la mano de Andrea había un papelito que leía: "es la única llave, ojalá haya tiempo suficiente".


La puerta se abría sólo el tiempo necesario para que una persona pudiera salir y una vez introducida la llave se quedaba dentro unos diez segundos antes de volver a girar para poder abrir; era un mecanismo necio pero eficiente en los tiempos de guerra. Aurora la había adquirido poco después de que sus nietos llegaran, pensó que quizá un día le sería útil tal desperdicio de tiempo así que la instaló como único medio de contacto entre el exterior y la casa. Los niños conocían la historia porque era uno de los tantos artefactos de los que la anciana se enorgullecía enormemente y una vez que empezaba hablar de ello no había quien la parara. Tenía un cuchillo gigante sin filo pero que le servía como manita de rascar, cuatrocientos vasos sin fondo que utilizaba para espiar por la ventana a manera de telescopios, televisores de varios tamaños que sólo sintonizaban estaciones de radio distantes en lenguas completamente desconocidas, espejos que no reflejaban nada sino que más bien iluminaban las habitaciones como celdas solares, un perro con orejas de mono y ojos de rana y un montón de porquerías. "Eran tesoros", decía Aurora en sus delirios.


El tiempo avanzaba y luego de recorrer el pasillo y subir las escaleras, los niños se vieron frente a los cientos de relojes de la abuela. No fue difícil encontrar los que los sacarían de ahí; estaban todos agrupados como en un panteón y marcando la misma hora. Andrea decidió probar suerte con el primero; se moría de miedo pero lo abrió y no halló nada... "Ahora lo intentaré yo," dijo Gabo y se aproximó a uno más que estaba forrado de papel dorado; otra vez nada sucedió. El siguiente era el más grande, tenía los números de colores y las manecillas brillantes. ¿Estaría ahí la llave? Se preguntó la chamaca


Andrea abrió el reloj e hizo no ver nada exclamando; "¡aquí tampoco está!", sin embargo ya la tenía entre sus dedos. Gabo se percató del engaño pero prosiguió con otro reloj, éste era el más pequeño, tuvo que agacharse un poco para verlo de cerca. Mientras tanto la malvada hermana puso la llave en un morralito que llevaba amarrado a la falda. El niño estiró la mano y antes de abrir la puertita del diminuto tic tac sintió el calor... ¡Era la vela! De inmediato pensó y se incorporó diciendo: "agáchate tú, tus manos son más pequeñas y mis dedos demasiado torpes."


La niña aunque sospechosa del cambio repentino supuso que había lógica en las palabras de su hermano. Notó además que el reloj que seguía desprendía un olor a madera quemada. Era confuso el desfile de artimañas que cruzaban por su cabeza en ese momento pero teniendo ella la llave en su poder vio su oportunidad de huir sola luego de abrir el diminuto reloj que más bien parecía de juguete. Fueron segundos en que las mentes de ambos niños viajaron a toda velocidad.


Se inclinó Andrea y en un mismo jalón abrió el relojito, Gabo tomó el morral, cayó la vela, Gabo corrió, el piso se encendió, Andrea gritó, Gabo corrió, se encendió el desván, ella se quemó, corrió el pasillo en llamas, Gabo metió la llave, el pasillo estalló, se abrió la puerta, Andrea cayó y comenzó a dar vueltas, Gabo salió, la casa prendió, ella gritaba, Gabo entre la yerba saltando y la casa se quemó. Se veía hermosa en llamas. Haciéndose una con el sol de la mañana que se asomaba entre los cerros.


Gabo sentado contemplaba el paisaje. Su mente calculaba en dedos la distancia que había entre la montaña más alta y la llama más grande que salía de la casa. Imaginaba cuánto tiempo le tomaría llegar a esa cima y si para cuando estuviera ahí aún podría ver la casita en su hoguera. Miraba los sembradíos y calculaba y calculaba. Andrea seguía gritando pero él se preguntaba: "¿en qué dirección habré de caminar? Se quedó ahí pensando hasta que la casa se volvió un montón de escombros y su hermana dejó de chillar. Entonces se puso de pie y a unos metros encontró una canasta llena de pancakes con una nota adherida que decía: "ya sabía yo que eras más listo que ella, quizá un día descubras porque hicimos esto... come... te falta mucho por recorrer antes de llegar." Gabo imaginó un camino entre el plantío de plátanos y comenzó a caminar...